Configuraciones Complejas: Identidad y Cultura

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Por José Antonio Mac Gregor.

Este artículo se relaciona con fragmentos de una ponencia que leí en un Congreso Internacional realizado en Bogotá durante 1998, pretende explicar de manera clara y sencilla dos conceptos complejos que constituyen los pilares de la Gestión cultural comunitaria: Identidad y Cultura, y forma parte del Seminario de Gestión Cultural Comunitaria para la Innovación.

En ese entonces apenas iniciaba el pleno posicionamiento del concepto de Gestión cultural, que llegaría a México a finales de esa década y principios de la siguiente, principalmente con influencias provenientes de la Universidad de Barcelona, que había iniciado poco antes, sus primeros post grados en Gestión cultural.

Se afirma que los complejos procesos de construcción identitaria, que nos hacen ser lo que somos, provienen de prácticas sociales en las que circula la producción simbólica de un pueblo, configurando y reconfigurando identidades individuales y colectivas.

El papel de los símbolos, por ende, resulta fundamental para comprender que la Cultura es un conjunto de sistemas simbólicos en permanente proceso de cambio, actualización, confrontación, negociación que nos permite representar la realidad; se enfatiza la naturaleza material y significativa de los símbolos, afirmando que no puede soslayarse ninguna de estas dimensiones.

Los rituales como prácticas sociales que transmiten, crean y recrean sistemas simbólicos que otorgan una identidad específica, no son vistos aquí con aquélla concepción primitivista y “salvaje” del ritual, sino como parte importante de la dinámica de cualquier grupo social- desde los más tradicionales hasta los más “modernos”-, que también requieren fortalecimiento de la cohesión social.

La promoción bancaria

En las sociedades actuales, caracterizadas, entre otras cosas, por integrar a individuos socialmente diferenciados, el manejo de conceptos como “cultura”, “promoción cultural” o “desarrollo cultural” suele ir cargado de una serie de prejuicios sociales que mucho han influido para distorsionar la realidad histórica que vivimos en estos momentos.

Por ejemplo, cuántas veces no hemos escuchado a personas que afirman con verdadera convicción que “el pueblo es inculto y mientras siga así jamás podrá aspirar a mejorar sus condiciones de vida” o bien, otros que suponen que “el pueblo es ignorante” o más aún, que “el pueblo es apático por naturaleza”.

De ahí la obvia solución que plantean como alternativa para superar la “incultura generalizada”: “llevar cultura al pueblo”; eso sí, “la verdadera cultura”. Así, los “redentores culturales”, se lanzan a organizarles conciertos, festivales, exposiciones, recitales, cursos de bellas artes, cine-clubes, obras de teatro, danza, y todo tipo de espectáculos que “sí contengan cultura”.

El objetivo de esa acción es difundir la cultura seleccionada por esta élite,  para que el público asistente pueda enriquecer su “cultura general”.

De acuerdo a esta concepción, se deben sustituir todas aquellas manifestaciones de la cultura  popular,  por las formas y creaciones más elevadas del espíritu humano, que por supuesto, no pueden surgir de un pueblo inculto, sino de los genios, generalmente extranjeros, que sí son capaces de producir arte y cultura, que para nuestros cultos promotores es lo mismo.

Cuando llegan a aceptar el valor intrínseco de alguna manifestación artística popular, se avocan a la tarea de “volverla bonita”, digna y agradable, «para que la gente no se aburra”; de esta manera le cambian los instrumentos a las canciones populares y las ajustan a los 3:30 minutos “que debe durar una canción”, modifican el vestuario en las danzas ”para que luzca más el bailable”, cambian los versos de la poesía “para que rime” y transforman los diseños de las artesanías  «para que le guste a la gente y compre”.

Esos prejuicios y concepciones que oponen lo culto y lo inculto, reproducen la contradicción que, a nivel nacional e internacional, genera la relación entre dominadores y dominados, entre opresores y oprimidos y la que se produce entre un polo de la sociedad “culto, estudiado y activo” y el otro polo, más generalizado, de “incultos, ignorantes, apáticos y pasivos”.

Del selecto y limitado sector social que posee la cultura, surgirán todas aquellas acciones que tiendan a “elevar el nivel cultural de las masas, ya que ellas no pueden hacerlo por sí mismas”.

En esta forma su acción como extensionistas culturales implica la acción de llevar, transferir, entregar, donar, y depositar algo en alguien…depositar cultura en los incultos que, para una eficiencia mayor de la doble acción de los “iluminados culturales”, deben recibir pasivamente como dóciles depositarios de la cultura.

La naturaleza de este tipo de acciones culturales, hechas desde arriba para los de abajo, la denominamos (a la manera de Paulo Freire con respecto a la educación tradicional) “promoción bancaria” caracterizada por el depósito o extensión de cultura que hace un “promotor bancario” en un comunidad determinada.

Ya se señalaron las premisas teóricas sobre las que parte dicha promoción: el pueblo es inculto, ignorante y pasivo, por lo que el promotor deberá programar, organizar, decidir y diseñar los contenidos culturales que integrarán su acción, estableciendo un nivel superior o directivo, en el que él se encuentra y un nivel inferior o receptivo, en el que se halla la comunidad.

Arriba se planea, no sólo los contenidos programáticos, sino qué se va hacer, cómo, cuándo, dónde, con quién y por qué; abajo solo se recibe la acción arriba planeada y depende de que los de arriba hagan o no hagan.

La extensión o difusión cultural así entendida, se convierte en un acto mecánico, unilateral, autoritario, paternalista e impositivo que prescribe a los dominados un “deber ser” que surge de un modelo construido por los dominadores que, de este modo aspiran a homogeneizar la forma de ser de todo un pueblo caracterizado por su diferenciación histórico-cultural y que lo define como profundamente pluricultural.

Este concepto de promoción bancaria facilita la comprensión de fenómenos tales como el difusionismo mecánico e impositivo y la acción autoritaria que ejercen los grupos hegemónicos con las culturas populares para subordinarlas y reproducir las condiciones de control social.

Sin embargo, la relación vertical entre cultura hegemónica y culturas subalternas aparecen, bajo el esquema propuesto por Freire, de manera demasiado mecánica, puesto que el consumo de la acción realizada, genera una muy variada gama de respuestas de los dominados, que se manifiestan no sólo en la recepción pasiva, sino también en la reelaboración de contenidos que se incorporan para generar procesos activos y contestatarios.

Como, por ejemplo, los procesos de resistencia cultural y de apropiación de aquéllos elementos surgidos de los grupos hegemónicos, que realizan los grupos populares mediante fenómenos de resemantización con los que adecuan formas y funciones a sus propios códigos.

Esta contradicción entre la naturaleza diversificada del pueblo y las tendencias homogeneizantes de la cultura dominante, genera una lucha cultural en la cual cada grupo social busca, con todos sus medios, imponer su proyecto cultural en la sociedad.

Pero esta lucha, resulta muy desigual dada la cantidad y magnitud de medios con los que cuenta la clase dominante: su influencia se extiende desde la escuela, hasta los mecanismos de control político y económico, penetrando hasta el seno mismo de cada familia a través de la televisión, la radio, la prensa y todo un aparato publicitario que dicta a todos los sectores sociales, cómo vestir, qué comer, cómo bailar, cómo jugar, cómo entretenerse, qué cantar, cómo hablar, en suma, cómo vivir…cómo pensar.

El desarrollo del sistema capitalista, que viven las economías de nuestros países, invade todos los terrenos hasta llegar al ámbito cultural, en el que paulatinamente las culturas populares son deterioradas por la tendencia de dicho sistema a convertir todo lo que toca en mercancías. Todas aquellas expresiones propias que sirven para mantener la identidad y la cohesión de un grupo social, que no surgieron por intereses económicos sino de creación y recreación colectiva, se ven en peligro de ser exterminadas o descontextualizadas por la mercantilización de la cultura: las fiestas populares, en muchos lugares, son ejemplo del desplazamiento de las comunidades por parte de los agentes comerciales, que invaden con sus negocios ambulantes los espacios y los tiempos que antes eran controlados por las comunidades.

En esta contradicción  entre la cultura dominante y las culturas populares, al Estado le corresponde una responsabilidad de primera importancia: el diseño de políticas culturales, entendidas como el conjunto de intervenciones realizadas por el Estado, las instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de la población y obtener de la población consenso para un tipo de orden o de transformación social.

La construcción de políticas culturales es una tarea que le corresponde a toda la sociedad; a todos nos toca la responsabilidad de aportar elementos teóricos, metodológicos y operativos que permitan superar la naturaleza opresiva de la «promoción bancaria» que los grupos dominantes han impuesto, a través de sus agentes culturales, de sus medios masivos de comunicación y de sus mecanismos de poder económico, político y social.

Evidentemente el Estado no es el único creador de una supuesta cultura nacional, ya que ésta no puede ser otra cosa que el espacio de encuentro y del diálogo entre las diversas culturas que conviven en el país; una cultura es experiencia histórica acumulada; se forja cotidianamente en la solución de los problemas grandes o pequeños que afronta una sociedad. La cultura consta de prácticas probadas y del sistema de conocimientos, ideas, símbolos y emociones que les da coherencia y significado; la única manera de que un grupo social participe en la construcción de una nueva sociedad, es a partir de su propio ser histórico y cultural; es en ese contexto donde podrá crear, proponer iniciativas, resolver problemas.

No basta con que el Estado reconozca la pluriculturalidad y la necesidad de descentralizar las acciones en las diferentes regiones que conforman el país. Es preciso que se comprometa en acciones concretas que impulsen, favorezcan, apoyen, fortalezcan y faciliten a las comunidades rurales y urbanas, el desarrollo de proyectos culturales diseñados y realizados por ellas mismas a partir de sus propias experiencias, conocimientos y aspiraciones.

A la promoción bancaria que deshumaniza al hombre al inhibirle su capacidad de creación, de reflexión, de diálogo, de autonomía, de recreación crítica, de solidaridad comunitaria y de proposición transformadora, debemos oponer la promoción cultural liberadora, a través de la cual las comunidades ejerzan una praxis cultural colectiva, consciente y permanente que nos permita construir nuestro futuro a partir de lo que realmente somos; y somos pueblos culturalmente plurales y creativos, que aspiran a una verdadera democracia en la que todos participemos en las decisiones, aportando la riqueza de las múltiples culturas que existen.

Velocidad en acción

El vertiginoso avance de los medios de comunicación masiva y su impacto cada vez más determinante en la transmisión de contenidos culturales ajenos-muchas veces opuestos-, a los requerimientos culturales de grandes sectores de la sociedad, han provocado que muchos procesos de identidad cultural sufran modificaciones sustanciales, particularmente entre los sectores populares de la sociedad. 

Ante esta situación le corresponden al Estado y a la sociedad civil, la instrumentación de políticas culturales tendientes a revalorar las culturas populares y étnicas y respetar el pluralismo cultural de nuestros pueblos. Todo ello, con el fin de promover un desarrollo cultural regional que impulse -y sea impulsado- por la dinámica del desarrollo general de la sociedad. 

Sin embargo, la promoción que múltiples instituciones y organismos han realizado en ese sentido, generalmente se ha limitado a ofrecer el “acceso” a bienes culturales y a “rescatar” el patrimonio cultural. 

Ambas acciones llevadas a cabo mediante políticas difusionistas (entendidas como un conjunto de acciones para “llevar cultura” al pueblo) y preservacionistas, han sido concebidas, diseñadas, estructuradas e instrumentadas por una “burocracia cultural” alejada de los procesos cotidianos de producción cultural que genera la sociedad. 

Lo anterior produce, por un lado, una imposición de servicios culturales institucionales que subordinan las necesidades culturales de los grupos mayoritarios del país (referidas fundamentalmente a la reafirmación y revaloración de la propia identidad) y por otro lado, obliga a éstos a desarrollar proyectos y propuestas de promoción cultural alternativas e independientes con respecto al Estado. 

El campo de la producción cultural, plural y diversa de una nación, se constituye en un espacio donde se desarrolla un conflicto cultural en el que se enfrentan varias concepciones del mundo. Estas corresponden a intereses diferentes y antagónicos: la concepción homogeneizante y autoritaria que predomina en la “burocracia cultural” -constituida por promotores institucionales, de origen urbano, que se enfrentan con las concepciones propias de los grupos indígenas y populares. 

Para contener el embate y la agresión cultural de las instituciones gubernamentales y sus promotores, las comunidades se organizan en torno a proyectos alternativos de promoción cultural, o en su defecto, crean y utilizan mecanismos intuitivos de “resistencia cultural”. 

Producción simbólica

Todas las sociedades humanas, a lo largo de su desarrollo histórico, construyen y elaboran un tejido de significados simbólicos que sintetizan su ser material y espiritual, permitiéndoles a los individuos que las integran, contar con un sentido de pertenencia a su grupo social que los hace parte de él y diferente a otros. 

Las concepciones mecanicistas del marxismo restringieron los fenómenos culturales de significación a la superestructura, subordinando la cultura y la conciencia de los hombres a los procesos sociales materiales. Sin embargo, los productos humanos en forma de idea, palabras y símbolos deben ser concebidos como parte de ese proceso material, tanto como los productos materiales que han sido pensados y creados por el hombre. 

El esfuerzo está puesto ahora en superar la dicotomía entre mundo material e ideal para poder establecer una visión indisoluble de las conexiones mutuamente constitutivas entre la producción material, las actividades políticas, los procesos de significación, etc. Lo cual no implica que no puedan ser distinguidas con fines analíticos, pero que deben ser vistas como actividades y productos totales de los hombres y las sociedades reales. 

El sentido de pertenencia, que todo individuo posee, define la identidad de un grupo social. La identidad de un grupo se construye en las prácticas sociales, cotidianas y ceremoniales, que se realizan con una significación material y espiritual particular. 

Sin bien es cierto que todas las comunidades del mundo trabajan, comen, visten, hablan, descansan, se recrean, se asean, producen arte, etc. no todas las comunidades realizan estas actividades de manera igual; y es precisamente en ese cómo realizan sus prácticas cotidianas, que un grupo social busca la originalidad y distinción que lo diferencie de los demás. 

En estas prácticas cotidianas, los grupos sociales realizan una creación, recreación, uso y disfrute de su producción simbólica históricamente acumulada, que se caracteriza por ser polisémica, resignificable en el tiempo y en el espacio y con una operancia material que les permite usar y consumir dicha producción de un modo específico. 

Cuando nos referimos al carácter polisémico de la producción simbólica de un grupo social, reconocemos la capacidad de cualquier colectividad humana, de abstraer su mundo material y espiritual para sintetizarlo en símbolos cuya significación puede variar de acuerdo a su utilidad concreta, para dar cohesión y unidad a un grupo, aunque para otros grupos sociales o individuos de otros grupos, la significación sea diferente. 

Un símbolo adquiere significación en la inmensa gama de significaciones subjetivas que, orientadas de acuerdo a su papel colectivo, pueden unificarse para construir la identidad de un grupo. Es decir, los símbolos tienen la cualidad de crear la unidad en la diversidad, de permitir a un individuo que desarrolle su creatividad y sensibilidad para producir y reproducir la experiencia colectiva que él sintetiza: el grupo se enriquece de la producción y reproducción simbólica de sus individuos y, al mismo tiempo, cada individuo se enriquece del acervo simbólico colectivo, llevando en su interior el «sello» que lo hace parte del grupo. 

El carácter resignificable de los símbolos, se refiere a la capacidad de los individuos y grupos sociales de modificar la significación que le dan a sus símbolos atendiendo a las necesidades que se generan por las inevitables transformaciones que la naturaleza humana y el mundo material van sufriendo a lo largo de la historia. 

Sistemas simbólicos

Los símbolos ordenados bajo pautas de significación histórico-social, integran los llamados sistemas simbólicos, que otorgan a una comunidad su identidad y son producidos a través de procesos materiales, de relaciones sociales de producción cultural y de significaciones espirituales e ideológicas que dan contenido a la forma representada a través del símbolo. 

De acuerdo a la naturaleza de los símbolos utilizados, podemos encontrar diferentes tipos de sistemas simbólicos como la música, la danza, el teatro, las artes plásticas, la literatura, la fotografía, el cine, el vestido, la comida, la arquitectura, la ecología, el juego, la recreación, las tradiciones, las costumbres, las leyendas, los mitos, los cuentos, las fiestas, las ceremonias, la tradición oral, la ciencia, la tecnología, el patrimonio cultural material, los adornos, las actitudes, las formas de organización, los deportes, las creencias. 

Sobresalen por su importancia como sistemas simbólicos la lengua, la memoria, la religión, la cosmovisión, la educación y las artes. 

Podemos encontrar sistemas simples que se integran con un solo tipo de símbolos como la música (que utiliza sonidos) o bien sistemas complejos que sintetizan dos o más sistemas simbólicos; por ejemplo, en una fiesta patronal una comunidad pone en juego su religión, su música, su danza, su vestido tradicional, su comida y bebida, sus costumbres, creencias y formas de organización. 

Y aunque los sistemas simbólicos conjugan sentimientos, formas de expresión, significaciones espirituales, mecanismos de comunicación, producción de conocimientos, ideologías y percepciones singulares, no es posible su cabal comprensión si los despojamos de la base material que los sustenta. 

El concepto de cultura del cual partimos para nuestro análisis y que se deriva de lo antes mencionado, es aquél que la define como el conjunto de sistemas simbólicos a través de los cuales representamos la relación entre los hombres, entre éstos y la naturaleza y con el cosmos. 

La vitalidad de una cultura reside en el desarrollo de la creatividad y el pensamiento, la sensibilidad y la imaginación de los pueblos en su vida cotidiana. 

Rituales integradores 

La identidad se basa en la interiorización de experiencias sociales que pueden ser percibidas y vividas de modo que se realice una apropiación histórica de significaciones que unifican a una cultura. 

Por lo tanto, toda cultura requiere de mecanismos a través de los cuales se enriquezca, reproduzca, resignifique, trasmita y socialice su producción simbólica a todos los miembros que la conforman. Esta función es, entre otras, la que cumplen los rituales, que son prácticas sociales que se caracterizan por ser experiencias formales y repetitivas, por integrar los símbolos en espacios y tiempos específicos, bajo el control de normas sociales que otorgan y definen roles diferentes a los individuos, de modo que se logre sintetizar lo colectivo y lo individual, la unidad en la diversidad, lo material y espiritual en una dinámica que “ponga a tiempo” a los individuos para lograr una adecuada interiorización y apropiación de la experiencia. 

A través de rituales un grupo fortalece los procesos de identidad y transmisión de ideología. Los rituales pueden ser ceremoniales religiosos (bautizo, boda, velorio, fiesta patronal, Semana Santa, Navidad); también hay ceremoniales cívicos (fiestas que conmemoran hechos históricos); podemos también encontrar rituales que celebran ciclos naturales (día de siembra, día de la cosecha), rituales de grupos urbanos juveniles, entre otros. 

Los rituales retroalimentan los procesos de configuración de la cosmovisión colectiva, que permite la elaboración y construcción de un proyecto comunitario, ya que ella integra la experiencia histórica con todas sus frustraciones, esperanzas, fracasos, éxitos, luchas, anhelos y, en suma, el modelo de sociedad al que el grupo aspira. Por ello, las transformaciones de la naturaleza y de los hombres, exigen transformaciones de las explicaciones simbólicas que otorgan a toda cosmovisión colectiva un carácter dinámico y en permanente proceso de resemantización o resignificación de sus sistemas simbólicos. 

Dicha cosmovisión, necesita de la coherencia y la continuidad histórica en las representaciones ideológicas que favorecen los procesos identitarios y que se desarrollan en permanente reinterpretación e incluso idealización de la historia (como sistema simbólico relevante) que los grupos sociales ponen en práctica para justificar, adecuar, y reproducir sus identidades, de acuerdo a sus nuevos proyectos de vida social. 

En resumen, podemos afirmar que no existen individuos o grupos sociales sin identidad; puede haber crisis de identidad como resultado de un intercambio cultural desfavorable en términos de su correlación de fuerzas y la generación de procesos identitarios negativos (que altera procesos económicos, políticos, sociales, culturales y psicológicos), o fortalecimiento, fractura, consolidación, negociación o reafirmación de identidad pero no puede haber carencia de la misma. 

También se puede afirmar que no existen culturas “superiores o inferiores”, ya que toda cultura realiza una producción simbólica para representar su propio mundo material y espiritual, con una significación particular que le permite crear y recrear dicha producción, con el fin de elaborar y reelaborar aquéllos conocimientos, técnicas y formas de expresión que le posibilitan transformar su mundo, con una especial sensibilidad y creatividad que la hace diferente a las otras culturas y la integra a la vez en el todo social con un proyecto de vida propio. 

De lo anterior se desprende que, la cultura no sólo abarca aspectos ideológicos y de representación abstracta-espiritual, sino que además tiene una utilidad concreta, que le permite a un grupo aprovechar sus recursos materiales y desarrollar procesos científicos-tecnológicos que coadyuvan a satisfacer necesidades de la vida cotidiana. 

Más aún, en tanto que la cultura de una comunidad requiere ser transmitida de generación en generación, para cumplir su papel como generadora de identidad y cohesión grupal, y para enriquecerse y ampliarse permanentemente mediante procesos de dinámica social, cumple una importantísima tarea formativa que permite a los individuos asimilar, recrear y modificar su patrimonio cultural colectivo (en sus dimensiones tangible e intangible) a través de la interacción y participación en espacios sociales y formas culturales a partir de los cuales el ser humano adopta una forma de vida, aprende prácticas y hábitos comunes, valores, códigos, de comunicación y expresión, tradiciones, etc. que lo van formando como miembro de su comunidad. En este sentido, toda acción educativa es una acción cultural y toda acción cultural es educativa por los procesos formativos del individuo y la sociedad que de éstas se deriva. 

La cultura pues, no es sinónimo de erudición, refinamiento o de adorno, la cultura tiene, además de las funciones formativas y simbólicas que ya se han mencionado, funciones estéticas (donde cada comunidad define sus propios conceptos de belleza), funciones utilitarias (con las lo que un campesino enseña a su hijo a manejar un arado para que pueda satisfacer sus necesidades de alimento en el futuro), funciones comunicativas (para poder transmitir estados de ánimo, conocimientos, sensaciones, percepciones), funciones recreativas (para divertirse, distraerse de la rutina), funciones de condicionamiento (de adaptación, creación de necesidades y terapéutica), funciones rituales (para generar energía colectiva a través de la reiteración y la catarsis) y funciones contestatarias (para protestar, cuestionar y satirizar a la sociedad por la injusticia y la dominación, al tiempo que propone nuevos modelos de sociedad). 

Los rituales como prácticas sociales que transmiten, crean y recrean sistemas simbólicos que otorgan una identidad especifica, no son vistos aquí con aquélla concepción primitivista y “salvaje” del ritual, sino como parte importante de la dinámica de cualquier grupo social- desde los más tradicionales hasta los más “modernos”-, que también requieren fortalecimiento de la cohesión social. 

El papel de los promotores culturales

El asunto de la mayor o menor comprensión del fenómeno cultural, de su importancia en el desarrollo global, las problemáticas por las que atraviesa, las estrategias adecuadas para dar respuesta a los problemas de manera pertinente, oportuna y participativa, diseñando proyectos para gestionar financiamientos externos (públicos o privados) y favoreciendo y apoyándose en las estructuras organizativas tradicionales de la comunidad para estimularla en la defensa de sus raíces, en el fortalecimiento de su identidad y en el impulso a nuevas formas de expresión que den cuenta de su creatividad en permanente actualización e innovación, no sólo depende de la cantidad de presupuesto asignado, ni de la voluntad política de los funcionarios en turno, que evidentemente son necesarios, sino también de la existencia de promotores culturales, que en las instancias públicas puedan canalizar la oferta institucional a la sociedad civil, para que ésta defina su destino en los términos de su propia cultura. De igual manera, se presenta la necesidad de que los grupos sociales y comunitarios organizados formen a sus propios cuadros que les permitan una interlocución en tiempo y forma a dicha oferta, además de la propia que las mismas comunidades generan cotidianamente.

Sólo de esta manera se pueden superar las visiones limitadas del hecho cultural y la fragmentación de acciones localistas y esporádicas; sólo así se pueden concebir programas y acciones de mayor escala, (atendiendo al supuesto de que la cultura no tiene fronteras políticas), que trasciendan el ámbito local y que a partir de la detección de las problemáticas y propuestas de varios grupos o comunidades que se identifican, se puedan diseñar proyectos de mayor envergadura e impacto entre la población.

En este proceso, la formación de cuadros institucionales y comunitarios es por demás relevante, porque está probado, que la participación comunitaria es necesaria pero no suficiente, cuando ésta carece de la necesaria calificación técnica.

Las mismas comunidades tienen sus propios mecanismos para la formación de cuadros “especializados” en materia cultural: mayordomos, médicos tradicionales, parteras, chamanes, músicos, capitanes de danza, rezanderos, artesanos, cronistas, escritores, autoridades tradicionales que permiten, la reproducción de su cultura y tradiciones.

Sin embargo, la problemática por la que atraviesan, en muchos casos requiere de apoyos institucionales, que precisan de “interlocutores” que sean puente entre la oferta institucional y las necesidades comunitarias mediante la adecuada formulación de proyectos culturales (que hoy por hoy constituyen uno de los principales instrumentos de interrelación entre oferta institucional y la demanda comunitaria, para tener acceso a los recursos provenientes de la administración pública).

Los pueblos generan cultura con o sin el Estado, pero también es cierto que la producción cultural tiene operancia material y está vinculada a las condiciones económicas en las que un pueblo se enmarca y que si al Estado le corresponde la función de asegurar las condiciones más adecuadas para el desarrollo cultural de los pueblos, entonces el Estado debe ofrecer (lo que hemos denominado oferta institucional) recursos no para imponer sobre el tipo de cultura que el pueblo requiere, sino para fortalecer los proyectos culturales encaminados a dicho desarrollo, si es que estamos hablando de un Estado democrático.

Y así tenemos que existen danzas que no se llevan a cabo porque la comunidad no tiene el recurso económico para comprar la tela del vestuario ritual; o la fiesta comunitaria que comienza a extinguirse porque no alcanza para los cuetes, o para el pago de los músicos o para traer al cura al pueblo; o la banda de música que ya no tiene instrumentos suficientes o en funcionamiento; o los artesanos para los que la materia prima es ya inaccesible o necesitan apoyo para mejorar su diseño y comercialización; o el escritor indígena que no puede publicar su obra, llena de sabiduría y vitalidad, o la comunidad agobiada por el saqueo de sus piezas arqueológicas y que desconoce la normatividad federal en materia de protección del patrimonio histórico.

Entre estas necesidades y la oferta institucional fundada en concepciones “bancarias”, existe un abismo asombroso y a nivel público priva el desconocimiento y la falta de atención específica a estos problemas, y que son el sustrato de las culturas populares e indígenas; en gran medida el problema se debe, a la falta de promotores culturales que manejen adecuadamente los principales procesos de la planeación cultural que estimulen a las culturas locales y favorezcan su reconocimiento y revaloración entre la sociedad en general, para que sean consideradas en su justa dimensión.

El término de promotores culturales puede resultar demasiado amplio y ambiguo, por lo que iniciaremos una breve reflexión en torno a esta figura relevante para el desarrollo cultural.

En primer lugar, podemos hablar de promotores culturales naturales y que fueron formados por algún mecanismo no escolarizado en la especialidad comunitaria que, vía familiar o local, satisface una necesidad específica: ya habíamos mencionado a los artesanos, rezanderos, mayordomos, cuya función para reproducir la dinámica cultural del pueblo es fundamental.

También podemos mencionar a los promotores culturales que, desde las llamadas industrias culturales, buscan “vender” productos artísticos y culturales con la finalidad de garantizar la rentabilidad económica de dicha producción: agentes de ventas, difusores, investigadores de mercado, diseñadores de libros, discos, programas radiofónicos o televisivos, videos, revistas, espectáculos, galerías.

Aquí es conveniente señalar que este tipo de producción, a diferencia de la que regularmente hacen las instituciones públicas o las mismas comunidades, tiene como objetivo central la obtención de ganancias, lo cual no cuestiona su validez o legitimidad, en tanto generan productos necesarios para un público que los consume.

En muchas ocasiones, las instituciones públicas y grupos independientes crean estrategias de rentabilidad a partir de la comercialización de los productos que generan, lo cual (si dicha producción no se “fabrica” o “maquila” para presentarse de manera comercial) puede constituirse en una opción digna de analizarse, particularmente cuando existen serias restricciones presupuestales para el sector cultura.

Otro tipo de promotores culturales, son aquéllos que a partir de su situación como creadores artísticos especializados, impulsan, rescatan o innovan la producción cultural: músicos, escultores, escritores, dramaturgos, actores, bailarines, que estudiaron una carrera artística, o que sin hacerlo, dominan alguna disciplina artística y a ello se dedican exclusivamente.

Por ultimo, los promotores culturales que no necesariamente practican una disciplina artística, ni han sido formados para ejercer funciones comunitarias en alguna especialización de la gama de campos culturales tradicionales, ni laboran para una empresa o industria cultural, pero que trabajan en una institución del gobierno (en el sector cultura) o para una organización no gubernamental vinculada al mismo sector, o que es independiente con una trayectoria e interés en el sector, o que pertenece a alguna comunidad o grupo interesado en su desarrollo cultural.

A fin de hacer propuestas para la formación de estos promotores culturales, antes debemos partir de un perfil básico, que nos permita una mayor claridad de su función: el promotor cultural debe ser respetuoso, tolerante, dialógico, entusiasta, participativo en la vida comunitaria, honesto, y con una capacidad de adaptación a lo “diferente” que le favorezca la aceptación social.

Además de “actitudes”, se requieren una serie de “aptitudes”, principalmente en el manejo de elementos conceptuales, metodológicos y operativos mínimos, que le permitan una muy amplia concepción del fenómeno cultural, así como entender el desarrollo de las diferentes disciplinas artísticas o de las prácticas culturales tradicionales y relacionarlas con la vida cotidiana de la población; que le permitan llevar a cabo un ejercicio de planeación coherente, sistemático, viable y eficiente, en el que el impacto final posibilite el ejercicio de la ciudadanía cultural, la que según García Canclini, se refiere a la capacidad de ejercer libremente la elección no sólo de quién debe gobernar, sino de con qué bienes, actividades, creencias y prácticas culturales queremos relacionarnos.

Deben ser prácticas sistemáticas que favorezcan a un promotor cultural el definir objetivos de trabajo claros y bien sustentados en un diagnóstico socio-cultural, de los cuales se deriven estrategias pertinentes, amplias y diversificadas, a fin de poder trazar el diseño de actividades concretas de alto nivel de calidad, con mecanismos de seguimiento y evaluación acordes con necesidades bien identificadas, para que su trabajo no sólo derive en productos, sino en el fortalecimiento de procesos sociales. Esto ya no lo pueden ni deben hacer promotores improvisados, sino capacitados y con alto grado de arraigo comunitario reconocido socialmente.

El adecuado manejo metodológico le permitirá al promotor cultural, formular proyectos pertinentes y factibles, en los que el concurso de diversas instancias públicas, privadas o sociales será necesario, por lo cual el promotor deberá ser un incansable gestor de recursos, que podrán ser financieros, en especie o en servicios; igualmente deberá conocer el marco jurídico que regula la actividad, conocer los planes nacionales y estatales para la cultura y las artes, y deberá conocer la oferta institucional que existe en su estado y región.

La incorporación de nuevas tecnologías es otro de los retos que enfrentan los promotores culturales: actualmente, ya existen organizaciones indígenas y populares con acceso a internet, que planifican sus trabajos en computadora y con total manejo del video, acceso al radio y producción de discos compactos. La producción artística en interdisciplinas, o el performance, en todos los tipos de cultura, están revolucionando la estética y el consumo cultural y este consumo se encuentra en procesos de vertiginosa globalización mundial.

Aunque parezca una contradicción, la incidencia y funciones de la promoción cultural liberadora en el ámbito comunitario, implica impulsar la formación de promotores que trabajen por su desaparición de los espacios en los que actúan, porque la promoción cultural debe tender hacia la autonomía de los procesos culturales.

La autogestión comunitaria es uno de los objetivos más importantes de la promoción cultural, ya que actúa sobre la capacidad de decisión de los sujetos de su desarrollo, en la posibilidad de elegir qué desechar o qué incorporar a su vida cultural, porque supone la formación de cuadros comunitarios que sustituirán al promotor externo o complementarán al comunitario, garantizando así la permanencia de los procesos, que dejan de depender del favor de un funcionario o institución. La autogestión cultural adquiere suma relevancia en la construcción de la vida democrática.

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